La burra frenó en seco por la loma del Páez acosada por la inesperada presencia de los niños. Benito la amarró al árbol de totumo mientras Ignacio el mayor de los hermanos Escobar tomó la rula y limpió el matojo, acostumbrado a desmontar las largas filas de plátano y yuca en los sembradíos de su padre, fue entonces cuando José María Chuco se bajó los pantalones y de manera perceptible se acercó al animal.
- Yo voy primero –comentó mirando a los compañeros.
Luego de levantarle la cola a la burra y escupirle el culo esta trató de irse, al sentir la espesa saliva recorriéndole a todas sus anchas la crica, pero Benito lo impidió halándole la cabuya de manera brusca, el animal sometido retrocedía y resbalaba por el camino después de sentir el fuerte apretón del bozal.
- Ahí está bien, déjala ahí, apártate –declaró José Chuco luego de escuchar el rebuzno del asno amarrado al árbol. Benito se espantaba los mosquitos, agitando las manos de un lugar a otro mientras Alberto y Jaime Marrugo vigilaban desde las ramas altas de un palo de matarratón a que no viniera el viejo Baltasar Domínguez con la temida varita de chupa chupa. Por otra parte, José Chuco seguía afanosamente penetrando la crica de la burra como un cachorro pegado a la teta de una perra que lo ama. -Si, eso es –vociferaba Chuco con una emoción casi delirante. Cuando acabó tomó varias hojitas de matarratón y se limpió la picha como si este acto insólito terminara de resumir todo el desespero y la angustia venida a menos desde el extremo opuesto de la carretera. Me toca –dijo Benito ansiosamente, casi que con la misma desesperación con la que jugaba fútbol, la burra pareció inquietarse, pero a pesar de su resabio y su notable forcejeo dejó que penetraran su crica, Benito gemía a medida que se esforzaba, moviéndose cada vez con mayor rapidez, toda la lujuria, el gusto por satisfacer la curiosidad y el deseo propio de lo prohibido se mezclaban en un instante dorado de fango y orín, dejando a un lado el fanatismo de los padres para dar paso a una nueva e interminable forma de estimulación intima e inverosímil surgida de toda conducta humana. Así fueron pasando uno por uno, se les veía desfilar como soldados que marchan erguidos hacía una batalla, no supe ni advertí cuantos eran, pero sus ojos titilaban disimulados por la maleza. Después de un rato dejaron libre al animal que trotaba y rebuznaba alrededor del lugar imponente de llevar en su interior varios centímetros de una estentórea ofrenda.