Hace solo unas cuantas semanas murió el señor Elías Cifuentes, me enteré el jueves por la mañana cuando me dirigía al estadio.
Arcelia Paredes le prendió tres semanas de velorio y de ron antes de enterrarlo, esa tarde, todos habíamos sido sorprendidos por el echo de que nadie había venido a dar el pésame e ir al entierro, esta mañana cuando me levantaba y la calle estropeaba sin titubear el bostezo de la gente, le confesé a Nicolás que los hombres éramos cada vez más escasos que las mujeres, Nicolás me guiñó el ojo y siguió sentado en la hamaca entrelazándose los dedos involuntariamente. Abajo se escuchaba la algarabía de Amelia quien apresurada se dirigía con la bacinilla repleta de orín al baño, después supe que lloraba a un lado del reloj, gastaba la muerte al contemplarlo en silencio, mientras yo abría la puerta de la calle y caminaba despacio aún aturdido por la noticia. El viejo Elías era un santo que no hacia milagros sino infiernos, a veces se me aparecía cerca al camino tramposo totalmente erguido y temible, caminaba las mismas cuadras durante varios días hasta que enfermaba y podía irse a dormir, esa era la única manera que tenía para llamar la atención.
Ahora después de tanto tiempo, de tantos años de hablar con él, vuelvo a acercarme a su humilde casa, levantada a punta de harina y arepas de maíz y no puedo dejar de sentirme odiado, nerviosamente levanto la tapa que cubre su ataúd, su rostro es menos calido, más perfecto, a través del hermoso traje que lleva puesto tuve el placer de verlo, pero al mismo tiempo no pude ni con una bofetada cambiar la sonrisa que le inventé a la fuerza.
Lo enterramos cerca a Anselmo y don Eusebio, ¿Dónde estarán ahora?, ¿Qué pensaran de este acto preparado en la cima de las alturas?, nadie lo sabe. Tal vez sea ingrato explicar lo sucedido, para referirme a ellos yo quise escribir un libro, ahora que estoy a medio terminarlo no sé si sea bueno, si sirve de algo, los últimos momentos que pasaron después del entierro me vi de pronto en una pierna y con el vientre reventado bajo el sol de la tarde, entre al baño como al alba, cuando Salí, me sentí limpio nuevamente, con la lucha y la fuerza que detestaba tanto, la muerte es más grande que un plato de arroz pero más chica que un huevo frito y no se mastica, hay que tomarla a pico de jarro o escupirla para durar una vida, yo lo hice y aquí estoy, todavía vivo frente al árbol de totumo, al lado de los vecinos de siempre, sacándome los restos de comida que desde hace años hacen dolerme intensamente los dientes y las encías, masturbándome entre semanas, no me avergüenzo de ser de carne y hueso y olvido, de no ser bien parecido, de no dormir bien, de medio alimentarme, no cuenta para nada tirarse a una vieja, aquí de este lado del mundo la vida es un peo, si pero un peo con todo y culo o como diría Amelia, dos arencas y un mafufo.
