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Tulia moscote también murió aquella noche esperando el cuerpo de su marido, murió caliente y arrecha como todas las de su familia, cuentan que mientras agonizaba recordó el mal parto que tuvo a los 17 años al dar a luz a Jairo y lo había criado a imagen de su abuelo Nemesio Cabarcas ex alcalde del pueblo por aquel entonces, por su parte Jairo se acostaba en el lecho con la terquedad de un jubilado de cuarenta y tantos años. Y yo a su lado veo la noche desde esta calle inútil y fría y me distingo de todos, carros y motos pasan, en el andén hay un perro que me ladra y suspiro, como si la soledad fuera un premio en esta noche. He notado que las palabras ensucian todo a su paso y me obligan a corregir ese recuerdo que la gente del barrio lleva a cuestas como algo infinito y único. Porque todo tiene su gracia y un horror como el cristo que pende de la cocina tragándose así mismo. Mas allá, La noche se esconde tras la sombra de los pasajeros de la estación, una a una las sillas del autobús van quedando vacías con el tiempo, calles, andenes, plazas de mercados y cementerios como ríos de sombras desconocidas se me agrandan, se me anudan y burlan en las paredes de los callejones vacíos del vecindario y yo escupo, porque la desesperación es solo el vestido que una mujer lleva puesto a la hora de mirarnos. Se hace tarde, Tulia no bosteza, complementa el paso de la noche por este pueblo acostumbrado a dormitar bajo el enjambre del silencio que lo delata, porque la razón pesa cuando el hombre es impuro. Adentro, Jairo inclinado en el ataúd de su madre no sabe que a veces su dios también se equivoca y se vuelve polvo ocultándose en la tragedia humana.
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