Se adelantaron las lluvias y Jairo seguía sentado en el inodoro pujando con suavidad, esta era una tarea demasiado fácil o casi imposible pero que requería de un estímulo apropiado y menos doloroso. Desenvolvió el papel higiénico, partió un pedazo y se lo llevó entre las nalgas, cuando hubo terminado se colocó el bóxer y se subió los pantalones, Por fin –dijo despaciosamente. Amelia seguía en la cocina con un pocillo de tinto en una mano y una arepa recién calentada en la otra. Sus miradas se cruzaron, Jairo llegó hasta el pasillo.
- Mira que el pelao otra vez se cagó en el piso - dijo de manera terca y agresiva.
Amelia Santa María levantó al niño empapado de mierda y orín y lo limpió cuidadosamente, sin embargo gracias a su ingenuidad la mierda le chorreaba el traje ensuciándole el cuerpo, el niño ante el fastidio provocado por el caer del agua y el malestar de la madre lloriqueaba a menudo.
- ¡Ay Dios mío!, Hasta cuando tendré que soportar tanta desgracia –decía Amelia mientras se sacaba el sostén por la manga de la blusa y lo tiraba enojada en la pila de ropa sucia que sobresalía de la porcelana.
Anita entró al cuarto contiguo con aparente seriedad, llevaba en sus manos toda la infancia ajustada a la complejidad de su frágil cuerpo.
- Nena, mira las arepas que no se quemen –replicó Amelia.
La niña apagó la grabadora y atravesó el corredor rápidamente, al llegar a la cocina tomó el chuzo y volteó la arepa. “Esta arepa está más manchada que las nalgas de mi prima Cristina” –alcanzó a decir en medio del olor pedante a mierda y manteca de cerdo.
- ¿Las fritaste todas? –Preguntó Amelia desde el baño.
Anita sin voltearse bajó el caldero y se pasó las manos por la cara quitándose el sudor grasoso que la agredía bruscamente –sí, ya terminé Ame.
- Anda, apúrate, atiéndeme a Omar mientras me enjuago toda esta porquería y sirvo el desayuno - Ordenó Amelia-.
- Ya voy, nada más espera un tanto que me estoy meando. –Respondió Anita que corría al baño.
- ¡Y que es lo que está pasando en esta casa que a todos les dio la maldita meadera y cagadera!, si seguimos así terminaremos viviendo en un excusado – gritó Amelia Santa María en medio de un desconcierto absoluto.
Miguel se apareció a mediodía, tenía la costumbre de llegar antes del almuerzo, eso resultaba para él más beneficioso en cierto sentido, por fortuna la vieja Emma le fió las mazorcas y el mafufo biche para el sancocho.
En el patio Susana Jiménez meneaba la olla mientras tosía en repetidas ocasiones a consecuencia del humo que salía del fogón mezclado con las cenizas y el calor sofocante del mediodía.
- Julio, trae la pata de cerdo que hay en el mesón, apresúrate, gritó doña Susana con los ojos bañados en lágrimas mientras trataba de avivar el fuego.
Por la cerca Irina Machacón alcanzaba a asomar su alargado cuello de jirafa, silbaba a medida que levantaba y golpeaba una y otra vez la olla sucia de tizne.
- ¡Susana!, ¡Susana! ¡Susana!- vociferaba con especial dramatismo.
- Carajo y cual es la bulla no joda, yo no estoy sorda, se me van a explotar los oídos, no me ve aquí pelando papas, - ¿qué quieres Irina? – exclamó repentinamente Susana Escobar-.
- Regálame un poco de caldo para Calisto que tiene hambre, ese condenao no se jacta de comer, parece un cerdo –añadía Irina empinándose por la cerca hecha de matarratón y alambre púas.
- Bueno, pero todavía no está, espera que se cocine el hueso y la yuca que Juan De Dios me la dio bofa y está que es puro palo –contestó la vieja Susana.
- ¿Y como sigue el viejo Jacinto, todavía le sirve el garrote?, agregó Susana irónicamente.
- Que va, si ahora esta peor, nada mas ve por un ojo y la picha se le acalambra al pobre y aquí me tiene arrecha todos los días, el condenado nada más vive para dormir, culiar y jactar, está que no pela bagre, replicó Irina Machacón retirándose de la cerca.
Un poco lejos de allí Emma Alarcón terminaba las cuentas del día, se tomó la cintura adolorida, buscó en su bolsa un recipiente, al abrirlo varios patacones adornados con un trozo de morcilla salieron a la vista, comió como pudo y partió rumbo a la casa de Arcelia Paredes, al llegar:
- ¿Qué más Estebana y donde está Arcelia?
- Por ahí anda dizque haciendo un interminable guarapo –contestó Estebana.
- ¿Y el niño Benito? –volvió a preguntar Emma.
- Hace rato que salió a comprar unos panes y todavía no llega.
- ¿Y el viejo Elías como va?
- ¡Ah! Está allá, un día parece que se va a morir y al otro que se levanta y allí se encuentra, tirado en esa cama que no sirve para nada, –inquirió Estebana sin pararse de la mecedora.
- ¿Entonces el viejo está grave?
- Así parece, está en el último cuarto, pero si vas a entrar te ruego que cierres la bendita puerta porque ese cuarto apesta.
La habitación de Don Elías era pequeña, no había más de una silla vieja y una bacinilla con deposiciones anteriores, era verdad el cuarto olía a diablo, por todo el lugar se levantaba la muerte a montones disfrazada de ropa sucia, de humedad, de hastío y de hambre, a un lado se hallaba en una hamaca Don Elías, reducido y aislado, tratando de no hundirse en tan equivocado olvido, verlo allí medio desnudo y tembloroso era una tarea extremadamente compleja “parecía en verdad un muerto”.
- ¿Quién está allí, eres tú Estebana? –Alcanzó a preguntar el viejo. Emma permaneció en silencio.
- Carajo, ¿qué quien está ahí?, no me jodan tanto hijueputas, ¡Arcelia!, ¡Arcelia!, esa maldita mujer donde estará que no viene.
- Don Elías, soy yo Don Elías, la negra, la negra Emma.
- ¿La negra? –Preguntó el viejo.
- Si, Emma Alarcón –contestó la desdentada.
- Y ese milagro –alcanzó a decir un poco perturbado por la tos.
Estaba a medio lado mirando hacía los rincones ahumados del cuarto, estiró una mano, con extrema ansiedad trató de alcanzar un tabaco, pero debido al temblor de su cuerpo el tabaco cayó al suelo.
- Cógeme ahí, sirve de algo mujer, no ves que no puedo ni echar un polvo –murmuró Elías Cifuentes.
Emma Alarcón le prendió el tabaco y lo puso en la mano.
- Aquí tiene.
- ¿Lo encendiste? –Preguntó nuevamente el viejo.
- Si, cuidado se quema –afirmó la vieja.
Elías lo llevó a su boca mientras tosía nuevamente.
Al poco rato apareció Arcelia Paredes, traía una caja sobre los hombros.
- Mamá... por allí la busca la negra.
- ¿La negra?
- Si, está allá en el cuarto del viejo –replicó Estebana.
Arcelia caminó por el patio atravesando los cuartos llenos de enseres en desuso, cuando se acercaba al corredor se encontró con Emma.
- Aja negra y ese milagrazo –alcanzó a decir con tal ironía que tuvo que sostener la pena ante el sonrojo de su rostro.
Se abrazaron y Arcelia posó sus gruesos labios en el cachete sofocado de su amiga. Después del saludo:
- ¿Y donde estabas? –Preguntó Arcelia Paredes.
- Por allí, recorriendo la casa, hace poco pasé por el cuarto del viejo, en verdad está que estira la pata.
- No sabes lo mal que me pone y yo sin poder hacer nada, a veces creo que es mejor que se muera para que no sufra más, porque así con ese tedio y a su edad, creo ya que va siendo tiempo de que Dios lo recoja y le alivie las penas en su deficiencia de sentido.
- A propósito, ¿cuántos años tiene Elías? –Preguntó Emma sin apartar la mirada del rostro espantado de su amiga.
- El viejo tiene noventa y dos años de joderse el cuero, respondió Arcelia Paredes sin titubear, y tres de amargarnos a todos los que decentemente vivimos en esta casa.
- ¿Te comes un mango? –refiriéndose a Emma.
- Si, dijo la negra y ambas se encaminaron hacía el patio con el entusiasmo acostumbrado.
Hablaban suavemente, apenas se les veía mover los labios y reían de vez en cuando, en la sala Estebana se arremangaba la falda y se ajustaba el apretado calzón mientras el niño Benito contemplaba en la calle una pelea de perros que a esa hora alborotaba la presencia viva y elevada de los transeúntes que cada vez más se hundían en la encrucijada de la tarde.