-Mi madre ya no es virgen pero sigue siendo terca- lleva semanas sin limpiar el sanitario y sin atender a mi padre, solo los lunes va a misa, a medio día después que han pasado los vendavales y el hambre se pierde en la distancia de las calles ella no tiene definición alguna y escasamente comenta algo, yo le ofrecí un gallo y ella a cambio me dejó todos los gastos acumulados de la casa y entre cejas el grito afanoso de payaso que invento.
Almorcé temprano y salí de casa en medio de un tumulto de gente amanecida y ropa sucia, tomé la vía que siempre había tomado y que a la salida del mercado conduce a la Cruz, al lado mío caminaban dos niños, uno era alto, de cara redonda y cabello castaño, el otro iba unas cuadras adelante silbando, se hacía natural en él la presencia de la soledad acumulada en la economía de los pasos, mientras pateaba una lata de cerveza me levantaba la camisa y me rascaba afanosamente la barriga con tal ímpetu que parecía que el pellejo me fastidiara por completo y desesperadamente trataba de arrancármelo, el urgido morral pendía del hombro cubriéndome la mitad de la espalda, cada semana caminaba los alrededores tratando de sostenerme la costumbre ansiosa en la que me habían educado barrio abajo, no sin antes advertir la ingenuidad de mi condición que me hacía ser efímero e inadaptable en una sociedad de mierda. Más tarde acosado por la fatiga evidencié el terrible remordimiento de un mundo donde la parafernalia del día a llegado a los límites de una ignorancia adelantada a tal extremo, que el único pretexto para soportar tal condición era la urgencia de amarrarme los cordones, de usar shampoo y desodorante entre semanas como me lo advertía la difunta Chencha Martínez, para luego entregarme a la insuficiencia del que se niega a morir.
A esta conclusión había llegado después de recordar que a los diecisiete años la incapacidad de esa rutina me transformaba cada semana obligándome a llevar una vida casi digna y tormentosa, mientras hacía esto me las arreglaba para escribir y salir adelante.
Cabizbajo miré las puertas y ventanas de la casa cural, era enorme y sus paredes formaban una especie de sepulcro que terminaba en una de las esquinas de la iglesia, donde por varios días observamos que el sacerdote se almorzaba las hostias después del fallecimiento de alguien, esa era su rutina o su cabala traída desde Sabanalarga. Al borde de la plaza los rostros de siempre, las mismas cosas repentinas y pasajeras, el fastidio acumulándose alrededor de las sillas vacías y el enjambre de palmas majestuosas en los rincones donde pasan los transeúntes, los pasillos aún tienen impresiones de huellas que dejaron aquellas personas que cruzaron a través de ellos y que aún hoy permanecen para salvar el tiempo que innecesario avanza y se bifurca hasta formar el paisaje que me delata y reconozco en esta rutina. Amanece y el pueblo despierta con una acumulación de resentimiento, impuesto por la multitud que desde la iglesia marca el paso del día y la confusión que a ratos me persigue. Es fácil vivir cuando el sol se acumula en nuestro interior y deja escapar a veces el nudo que a diario nos ata.
Bajo por el callejón de la avenida república de México que una vez más mostraba los estragos sufridos en la fiesta de ayer por el cumpleaños del alcalde, vasos desechables cubiertos de insectos de todo tipo, cucarachas, hongos, mohos y lagartijas roían los restos de comida, estaban tirados a lo largo de los pasillos, aquella calle había sido escogida entre todas las del pueblo para la fiesta anual del barrio. La noche anterior no la recuperaría jamás, me acerqué al alambrado cuando me sorprendió Luzma que tenía la paciencia de una manca para hacer las cosas, estaba tan apegada a mi como a los pikots, llevaba en sus manos varias hojitas de matarratón y algunas conchas de guasimo que utilizaba diariamente para bañar a Luchito que desde hacía años sufría de un asma infinita que le perforaba los recuerdos. El día era amarillo e impactaba por momentos, los pájaros recogidos en los árboles de laurel parecían temerle a los rayos del sol que se deformaban al tocar la niebla en el mismo sitio donde al hijo de Benilda Moscote le picó un alacrán cuando recogía la basura bajo las llantas que los niños del vecindario en ocasiones usaban como carros a remolque, en el dedo se le hizo una postema que le duró semanas, al mes la vimos sonriente mostrando con orgullo su mano, pues era la única mujer de su familia y quizás del pueblo que tenía nueve dedos.