El cura era flaco y alegre, había llegado de Sabanalarga y sufría de artritis, esa era la enfermedad de los pobres del mundo, de los desplazados del sur de Bolívar que se reunían diariamente en la plaza de mercado a exigir unos derechos que les eran negados. Parecía un carajo a mediodía, una sombra dentro de otra entera y plástica, huía de la violencia, de la eterna guerra que asolaba la región. Los que lo vimos nos sorprendía la dificultad de su rostro unido a la frescura de su cuerpo fatigado y dulce. Leandra Hueto le señaló la casa de Aminta Polo, el patio lleno de marranos, achiotes, naranjos y los potreros en los alrededores del vecindario. El cura abrió un frasquito que guardaba celosamente en sus bolsillos y esparció agua bendita por los rincones de la casa, rezaba despacio y constante, tan despacio que Leandra desviando la mirada se santiguó con la mano izquierda, “porque la derecha estaba destinada para los difuntos” –y dándole la espalda al curita Diógenes echo tres salibones al aire antes de irse. El cura se desvistió al entrar al baño y se acercó al espejo, vio que el reflejo de su imagen era ya la de un anciano rustico y triste que un día partió de Bogotá hacía Ballestas y por cosas del destino terminó en la parroquia de Sabanalarga con los bolsillos llenos de horror y de gentes, compartiendo una epidemia de moscas que acababan hasta con la miseria más absoluta. Una colonia de palenqueros había poblado por aquel entonces más de la mitad del caserío, Evelio Casianis era hijo de doña Alicia Moscote y vivía con Justa Lopera al lado del curato, todos los días iban a misa pero nunca hicieron las pases con dios ni con el diablo, a él le sacaron un ojo antes de matarlo y a su hija Conse la hicieron parir unos mellos de mal aspecto, sucios y con las chacaritas llenas de orín. Se puede decir que aquí cada quien tiene su historia, su porción de tierra, pero toda historia se hace inconclusa, inconstante y deforme cuando se cuenta toda. Sin embargo ese cura nos conoció el cuero y el hambre, era como si nos hubieran arrancado las creencias y se las tiraran a los perros. Todo pueblo tiene sus hábitos, su manera de defecar, comer y masturbarse, pero este a diferencia de los otros poco a poco se acostumbraba, sumido bajo la ignorancia más repugnante, humana y rutinaria. Este fue el último cura que nos trajo la violencia, y nosotros los primeros que probamos su hostia antes del desayuno, cuando mi hermano Iván se la sacaba de la boca después de comulgar y nos daba los pedacitos para que Jairo no lo acusara con Concha Narváez porque un día lo encontramos desnudo en el monte bajito con la prima Ángela Morales. A él lo casaron temprano, sin gemir ni apretarse los pantalones, recién cumplía diecinueve y terminaba bachillerato. Ahora viven ocultos en el barrio, en una casa profunda y breve a las afueras del pueblo formado por cientos de invasiones, tienen tres niños, dos perros y un gato que encontraron por los lados del basurero un domingo vestido de cuaresma, Jairo los visita de vez en cuando, porque hacen parte del recuerdo que se nos mostraba peligroso ante los años, por mi parte todavía siento la eterna rabia de mi madre cuando escribo, la golpiza que me daba los miércoles y viernes por la tarde porque mi oficio era escribir y las letras no daban sino hambre. A veces no teníamos para comprar el periódico o leche, entonces nos agarraba la mano y partía a la cocina y nos daba la comida simple y el tinto amargo que a duras penas tragábamos. Cuando llegaban los domingos Jairo y yo salíamos con mi padre a buscar leña por la cantera, fueron esos domingos los que nos mostraron la pobreza en que andábamos, mi padre se ponía al sol durante horas hasta que llenaba la carretilla de palos secos y el cuero se le deshollejaba, luego cuando regresábamos a casa se hacía necesario permanecer con el estomago vacío, andar con un montón de tripas chillando por dentro nos era entonces natural, de pronto, aparecía de la nada un plato de arroz amanecido y una olla de sopas y nos embutíamos como locos hasta hartarnos, sufríamos pero éramos felices y el vecindario se nos mostraba vivo y libre ante de los años.
Una mañana mientras el pueblo se preparaba para la misa acostumbrada encontramos a Diógenes tirado a un lado de la cama, nos quedamos mirando para ver si se levantaba como era su costumbre, pero se hizo de noche y no despertó… al rato el espejo clavado en la pared empezó a reflejar la soledad de una mosca parada en el rosario que le colgaba de su pecho.