todo es alma en el tiempo  
 
  CAPITULO VII 16-05-2025 14:04 (UTC)
   
 

Amelia está sola, la casa inmensa por momentos le teme y piensa por ella, un enjambre de pájaros a ratos parece domesticarla, alimentando aún más las acostumbradas pisadas. En esa casa se acostumbró a su forma, a su estatura, pasillos y enseres, ahora cada vez que puedo la recorre, quizás buscando algo de ironía en los rincones como la huella dejada por un pie en el barro que se forma en las charcas de las calles viejas del vecindario. Ella reía al abrir la puerta, aunque algunas veces yo  ignoraba que ese instante llegaba a mí como un recuerdo de infancia matando todo a su paso. El calor del medio día aumentaba y gastábamos el tiempo al contemplarlo entre el ruido de los carros que nos pitaban de cerca, al pie de los estancos y las avenidas nos tomábamos los primeros tragos a escondidas de mi madre, luego nos íbamos al bando. La cabalgata salió a las cuatro de la tarde, los caballos, la gracia y la bulla nos aguardaban como marionetas de circo. Y Jairo se apuraba para llegar al barrio porque cada vez le gustaban menos las fiestas y lloraba a menudo porque entre más trataba de ausentarse a muchas más personas les importaba un carajo lo que hacía y a menudo se odiaba a si mismo, porque la única fortuna que tenía por aquel entonces era la dificultad de entenderse a diario.

                                           Bajaron los galones vacíos de la carretilla. El dueño del pozo alzó la cabeza, se había recostado desde las ocho de la mañana en la hamaca vencido por un sueño insoportable, desde la puerta de madera de aquella casa apareció repentinamente un perro flaco y tras él, un niño descalzo y en calzoncillos. El hombre se bajó de la hamaca, tomó un palo de la cerca y se lo arrojó al animal que lo logró esquivar metiéndose bajo la vieja carretilla. Jairo abrió los galones, tomó el balde y lo arrojó al pozo mientras Anita iba por el embudo al otro extremo de la alberca. En el centro del patio había un árbol de limón, más allá, en la  cerca hecha de tártaras y pedazos de zinc se levantaba el baño, un pequeño retrete fabricado con retazos de bolsas plásticas y varas de caña brava unidas entre sí, era este patio como todos los patios del vecindario, con el inodoro cerca del respiradero de la poza séptica y varias piedras apiladas dando la forma del piso,  Anita se llenó los bolsillos con algunos limones antes de traer el embudo, era la primera vez que entraba en aquella casa desde que años atrás encontraron a Inocencia Moscote colgando de las ramas del ciruelo con los pies rencorosamente extendidos, la lengua morada y el cuello casi partido en su extensión.

Cuando terminaron de subir los galones llenos de agua a la carretilla, una mujer enorme además de gorda que vestía falda negra y saquito blanco se acercó a nosotros en su silla de ruedas –tenía la nariz proporcionalmente abierta y abultada, los ojos pequeños y salpicados, trataban de no dejar de mirar a la niña sentada en la carretilla encima de los galones, tenía la piel despigmentada y una arruga enorme recogida en su mejilla, tal vez así podía soportar el sol inclemente del mediodía. Oí su voz en medio del apuro de la niña, vi también sus piernas hinchadas y sus chancletas pendiendo de un solo amarre, olvidé por un instante su rostro redondo y claro,  los años que había pasado atada a esa silla sin apreciarse enteramente, era como si la tragedia unida al odio del mundo la aspiraran, se agarró la cintura con una decisión inesperada mientras el brillo de sus ojos terminaba por asustarnos, a medida que avanzábamos el aletear asiduo de los pájaros nos borraba la vista, cuando entraba al callejón se atoró en el barro, luego de una larga espera, se sintió capaz de incorporarse a medias, Anita la ayudo a salir.

-                     Menos mal que estabas tu mijita, de lo contrario me hubiese quedado atrapada, con esta enorme silla convertida en una extremidad más de mí maltratado cuerpo, dijo la mujer casi exasperada.

Anita le pasó la mano por su cabellera canosa y abundante.

-                     ¿Se les acabó el agua? Dijo graciosamente, en la radio anunciaron que viene la semana entrante, están arreglando por los lados de Mahates. –Ojalá sea cierto, concluyó la mujer-.

Al pisar, la niña pudo sentir el vidrio traspasándole la andalia y perforándole la planta del pie, su gemido no se tardó en oír mientras la mujer partía un limón y lo exprimía en la herida aún sangrante.

-                     ¡Jairo!, ¡Jairo!, ¡me corté!, ¡apúrate!

Jairo atravesó el callejón como alma que se lleva el diablo, esquivando unos sacos repletos de cachivaches, parecía un espanto. Flaco y pálido como un verdadero espanto.

Por la mañana Anita se asomó a la puerta del cuarto alegre de palparse, de sentirse viva. Un ruido de rastrillos, palas y picos alborotaba el callejón vecino donde vivía la paralítica, oyó la voz confundida de Justo Lora en medio de la algarabía, entonces la niña empinando un poco su pie izquierdo vio a Amelia calentando el arroz que había quedado de ayer y alcanzó a oír su nombre nuevamente al final del comedor mientras terminaba de enjuagarse el rostro.

Amelia desde el patio terminaba de raspar el caldero entre platos llenos de moscas, desperdicios y cucharas sucias, luego cruzó el tendal, esta vez pareció detenerse recostada en una de las barandas que sostenían la casa mientras Jairo trepado en el muro que bordeaba la paredilla miraba los alrededores del caserío como si hubiese prolongado las ansias de comer en sus entrañas.

 

 
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  EL MUNDO AL REVES
Nunca me imaginaria un día en el cual me levanto en la mañana y sin pensarlo todos los amigos de la región piensen que soy extranjero, y no entiendan ni una sola palabra de lo que digo, que me acusen de ser un secuaz adepto a cualquier clase de política o grupo subversivo.
Extrañado, vaya al colegio, y al cruzar la calle, me de cuenta de que el semáforo tiene las tres luces encendidas en el tiempo exacto y que una mujer despida a su cónyuge con un beso volador en una de sus mejillas.

En la escuela, ni la profesora ni mis compañeros comprendan lo que les digo y me dejen como un pájaro de aire. Además, que al mirar la hora, el reloj solo marque rayas y puntos que no logre descifrar... y que al llegar a la iglesia los creyentes se aparten de mí, tanto que mis sentimientos se vean ofendidos ante tanta adversidad y termine desmesuradamente triste.

Yo no me lo imaginaria, y juro que tampoco quisiera que me sucediera nada, por el contrario, estaría bien que crecieran mis conveniencias para poder idear muchas cosas, que me aumentaran la merienda para que alcance para los helados que venden en la esquina del colegio, ojala eso pasara rapidito, aun antes de que mis antiguos amigos me inviten a una contienda, pero claro está jugando fútbol.
  ENTRE LO REAL Y LO ABSURDO
Hoy me siento culpable de tantas cosas, siento por ejemplo que es hora de liberar del encarcelamiento a los días que se fueron sin dejarme cruzar al otro lado del camino, tal vez para sentirme más liviano que nunca por la desnudez que representa mostrarme desde adentro, debo ser sincero y mencionar que no todo está dicho. Dejo algo para mí, y para el recoveco de los secretos que por obligación cada mortal debe guardar para sí. Esos son míos, los otros los liberé y seguramente desfilarán en forma de imagen y palabras a lo largo de este escrito.
Comenzaré hablando del amor, muchos se preguntaran por qué, es que desde niño he pensado y sigo pensando que el amor es el filo de la navaja por la que todos andamos y la forma de querer entender lo que hacemos cuando estamos enamorados, cosas tan estúpidas que todos cometemos, el mostrarle la pareja a la familia, es algo ilógico pero fascinante, algo que uno espera siempre que ocurra, como las raíces, el barrio, esos efímeros detalles de esos primeros años que empezaron a verme y mostrarme a la vida aquí en Turbaco. También me han servido para escribir, los testimonios de gente que me conoció y me conoce, pero sin comprometer a nadie. Si estuve de acuerdo en desnudarme en este escrito, no tenía por qué desnudar a otros. Mirar hacia atrás no me resulta fácil. Hay mucho dolor, miseria más que todo, incluso tristezas y muertes. El fallecimiento de mi abuela es y sigue siendo un dolor muy intenso, una catarsis de la cual todavía no me recupero. Pero le escribí ese texto por mi voluntad que casi se me ha olvidado, para que sirva como una manera de devolverle el cariño enorme que me brindó por muchos años y tal vez para tenerla un poco más cerca a pesar de la distancia. Por ejemplo, del colegio extrañó a ese tipo irresponsable que un día se le olvidó ir a una clase de matemáticas, mi vida nunca han sido los números sino de letras, la miseria transformada en vida. Es doloroso, pero es una manera de reconciliarme. Encontrarme con el ayer fue fantástico, aunque duele.
Casi me envidio al verme en esas imágenes de colegio, en esos recuerdos empañados por los años y el tiempo. Extraño la frescura con la que hacía las cosas y lo que me divertía con mis amigos de recreo que no recuerdo mucho, esa fue una época muy importante para mí. También añoro andar de a pie, de la casa al colegio y del colegio a la casa, en una rutina trágica y a la vez divina, sin la fama a cuestas, cuando a cada esquina encontraba inspiración para un nuevo texto. No quiero ni querré nunca sentarme en una silla y decir: bueno, yo nací en un pueblito..., sino vamos al pueblo y a la casa donde nací, siento la necesidad inconsciente de revelar algunas cosas, ya que es un asunto muy poco planificado.
Sobre mi oficio de escritor, puedo decir que los políticos viven de las mentiras, los curas viven de ofrecernos un mundo mejor en la otra vida para que todos estemos aquí perdidos mientras llega la otra, los doctores viven de cuidar nuestras enfermedades, los profetas viven del futuro y los escritores como los locos no- dementes viven de meternos en el pellejo de otra gente, por lo menos ese es mi caso.
Volviendo al tema de las mujeres opino que son el asunto más irresistible, incomprensible, absurdo y, al mismo tiempo, el más maravilloso de todos los elementos que existen en este planeta, es a su vez una pesadilla, una costumbre momentánea. Siempre nos esta jodiendo una, o cuando menos lo esperas regresa a ti con una inocencia encantadora sumisa y fantástica, a mi me ha pasado, quizás por eso mismo no he sido feliz.
Tuve una niñez infeliz, mi madre era y sigue siendo una mujer muy estricta, pero buena, ahora me deja escribir, aprendió que contra lo imposible no se lucha, yo hasta ahora estoy aprendiendo eso. Con mi padre me la pase la mayor parte del tiempo, él y yo éramos locos de remate y contraproducentes en ciertos casos, por ejemplo él nunca estuvo de acuerdo con que yo escribiera, pero yo quería cambiar el mundo.
Nací en un septiembre falso, entre fandangos y cajas de cervezas, en una de esas raras convulsiones creo, nací. Soy maestro de oficios básicos. Maestro de vivir las desgracias, las vergüenzas, las bombas de rabia y llanto, soledad y miedo, mi adolescencia la viví en medio de un potrero y un estadio, el llavero de la escuela que golpeaba mi cabeza para corregir lo incorregible"...
La profesora o el profesor, la soledad y el cansancio como una especie de fastidio y las temibles matemáticas y compuestos químicos que me asediaban las tripas y el pellejo como una convulsión cósmica. La primera vez que comprendí que mi vida iba a ser dura fue cuando sufrí la primera derrota por una mujer, eso fue a los 11 años. Tengo que confesar una verdad, siempre había estado muy cómodo con mi soledad, pero me encuentro en un conflicto actual, puedo decir que en este momento no tengo una buena relación con la soledad, y cuando eso pasa, no se puede elegir bien a una pareja, porque se hace por desesperación mas que por amor. Extraño realmente sentirme bien con mi soledad, prefiero guardarme esa parte en el libro que sólo yo sé, en mi verdad, que yo tengo y que no voy a compartir con nadie. Porque los asuntos de un amor son cosas que se arreglan entre dos y punto.
Hablar de la vida para mi es algo serio y fascinante, es casi lo único que vale, su frescura y naturalidad en mi son constantes. Por eso la poesía sigue siendo una pasión que no puedo olvidar por más que lo intente, es como el beso que llega y se te clava en los labios y te deja una huella, o una lagrima eternamente por dentro. Yo no disfruto los domingos porque me parecen los días más vacíos de todos, disfruto más bien los martes o viernes por tradición y buscando una cultura complementaria diría yo.
La vida es poder decir con la frente en alto y bien arriba estoy caminando porque se que caminando contemplo el mundo y el mundo me contempla a mi. Soy feliz de haber sido pobre, de jactarme sin doblegar mi orgullo. La razón que me mueve a escribir es constante y única como la pasión que siento por Sara o N, es algo inconcluso que nunca se termina. Si el corazón, claro está, no es el tercer huevo como Márquez, por otro lado existo porque me despierto y me levanto. Porque como, camino, hablo. Porque así lo prueba un acta de la registraduria de Turbaco, y los archivos del colegio crisanto luque donde cursé mi bachillerato. Existo por el número de mi cedula. Por mis padres y su maravilloso descuido. Jamás hice nada por existir. No llené solicitud, ni pedí permiso. Simplemente aparecí. Siempre pensé que la existencia empieza en el momento de nacer y que a veces la vida tarda tanto en llegar que no llega nunca. Gasté tanto tiempo en tratar de entender qué era la vida construyendo hipótesis sin sentido.
Hoy sé que la felicidad, el amor, la amistad son utopías que generan angustias si las pretendemos completas. Que el asunto es buscarlas y devorar sus momentos picos como abastecimientos para los tiempos en veda. Hoy creo que la vida es un buen vino, la canción que te gusta, esa sensación después de amar que te hace sentir supremo. Un buen postre, un gran atardecer, un partido de fútbol. Todo lo demás es un rosario de pesadillas que hay que padecer para poder encontrarte de manera esporádica con esos pequeños detalles y sentirte por instantes... Vivo. Pocas veces se puede atrapar la vida por un tiempo continuo de dos horas. Aquella noche sucedió. Y este trabajo lo resume. Así soy yo y así he vivido siempre.
  TODAS LAS GASEOSAS SON DIETÉTICAS
La muerte tenía un precio, rezaba un aviso colocado en una de las paredes del barrio San Pedro. Que titulo tan apropiado para lo que estaba apunto de ocurrirme. Hoy es veinte de junio y el frío y la lluvia se empeñan en asolar las calles del pueblo, camino por una acera casi pavimentada en la que me reflejo gracias al agua que la impregna, los charcos devuelven imágenes desfiguradas de luces y desordenes, son las ocho menos diez y no se adonde voy. Ha sido duro, hemos discutido durante mas de una hora y al final la he mandado a tomar por el culo. Lo único que hizo fue llamarme, no vale la pena repetir la frase y tomar la moto, ahora me siento mal, ella era todo lo que yo quería hace tan solo unos meses y ahora ni siquiera puedo mirarle a la cara sin sentir rabia. Acabo de meter un pie en un charco y se me cala el zapato al instante, pisoteo el suelo; como si el charco fuese el culpable de que mi relación vaya directa al carajo. Una vieja que pasa al lado de mí, dice algo acerca de la maldita juventud. Me vuelvo enfurecido y le grito que “Ojala se muera”. La mujer escandalizada huye calle arriba. Yo esbozo una sonrisa de satisfacción, voy cabizbajo mirando cada gota de lluvia que cae al suelo sucio, el jeans que llevo está empapado y me da frío. Por suerte la pantaloneta mantiene seco mi cuerpo. Sigo dándole vueltas a una posible solución a mi problema y no la encuentro, mi humor es pésimo. Una chica llama a un mototaxi, el mototaxista para en mitad de la vía para recogerla, con lo que se gana el alboroto de dos buses de San Pedro que han de frenar para no tragárselo. La chica abre las piernas agitadamente, se monta en la moto y se le recuesta en la espalda al muchacho, puedo ver como le hace algunas indicaciones, seguramente para indicarle su destino. Aunque las gotas de agua apenas me permiten ver imágenes borrosas y opacas de ella a lo lejos, creo que la chica me esta mirando. No es nada del otro mundo, una chica normal, con gafas y una mini apretada, seguramente alguna administradora de algún SAI que cansada vuelve a su casa y que lleva una vida monótona y triste a juzgar por su aspecto. El mototaxista arranca y se pierde por la vía que va hacia Turbana. Un grupo de niños baja por la acera, charlan entre ellos en su enrevesado idioma, los tres llevan chancletas y lucen mochos de todos los colores. A menudo me pregunto porque se empeñan en seguir viniendo a este lugar. Supongo que es mejor coger pájaros que pasar hambre, lo cierto es que no lo sé, pero tampoco me importa. Sigo mi paseo sin rumbo, comienzo a pensar que K se habrá marchado a su casa, me dijo hace algunas horas que no esperase encontrarla en el estadio cuando volviese, ella sabrá lo que hace. A mis veinte y cuatro años aun no he conseguido mantener una relación más de cinco meses, supongo que debido a mi carácter, aunque podría ser porque soy muy bueno en todos los sentidos. Poco importa. Me apetece sentarme en un banco, pero la lluvia los tiene empapados, un tipo medio borracho se empeña en hacerle la vida imposible al dueño de un perro que pasea por el lugar. Sus ojos se iluminan al verme, contemplándome como la excusa perfecta para zafarse del “borracho” durante un rato al menos. El dueño del animal es un hombre grueso, de unos cincuenta años, con cara de bobo y una nariz pequeña y chata, cuando me habla para preguntarme que quiero tomar, puedo percibir el olor a ron que emana de su boca.
Le pido una Coca-Cola, y el me dice que tiene que ser Pepsi, acepto de mala gana y me sirve la Pepsi en un vaso rallado que ha visitado las tripas del lavadero demasiadas veces, cuando me va a poner la rodaja de limón, le hago un gesto para que no la ponga, no es que no me guste el limón, pero el que iba a introducir en mi vaso, debía llevar cortado desde esta mañana. Junto al refresco coloca un plato pequeño lleno de papas fritas con sal y varias rodajas de salchichón. Picoteo un par de ellas mientras dejo que los hielos enfríen un poco la bebida. En la televisión de aquel lugar están poniendo un partido de fútbol, no se quien juega, pero hay buen animo. Las personas, cachacos en su mayoría, se sientan en mesas de patas metálicas con tableros de plástico imitando madera, sobre estas, tragos de ron, son mudos testigos de las intensas partidas que se han desarrollado allí durante la tarde. Me llama la atención una mesa que hay casi en la entrada, se sienta en ella una chica de unos diecisiete años, que desentona totalmente con aquel recinto. Delgada, muy guapa, y vestida atrevidamente desde la cabeza hasta los pies, mira continuamente su reloj rosa y se lleva la mano al pelo casi con la misma frecuencia con la que resopla. Posiblemente espere a alguien, o esté aquí haciendo tiempo como yo. Afuera sigue lloviendo a mares y las gotas de agua se deslizan por los cristales de aquel lugar provocando destellos de luz y juegos de colores. Suena mi celular y veo que en la pantalla aparece el nombre de K, no contesto. Veo como la chica me mira extrañada por no contestar la llamada. Dejo que suene hasta que salta el contestador, luego le quito el sonido y la vibración para que no me moleste más. Llamo al cachaco con cara de cerdo y le pregunto cuanto le debo, me cobra dos mil pesos, le pago y salgo de nuevo a la calle, ahora llueve menos que cuando entré. Son casi las diez, y los ruidos de este pueblo son los normales; motores, sirenas y murmullos de gentío. No se si subirme a un autobús o pedir una mototaxi para poder volver a casa… el frío se hace cada vez mas intenso, y no se si se deba al tiempo o a que me arrepiento de lo sucedido con K. Mientras continúo caminando saco el celular de mi bolsillo, seis llamadas perdidas, todas son de K. Abro la tapa del teléfono y pulso el botón de descolgar para que llame al último numero, en la pantalla aparece el mensaje de llamando a K. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… ahora es ella la que no lo coge, salta el contestador y le dejo un mensaje. “K, soy Rafa llámame cuando puedas” Cuelgo, activo el sonido y la vibración y lo dejo de nuevo en el bolsillo de mi pantalón, que cada vez esta mas empapado. Es hora de volver a casa. La noche pintaba como una autentica mierda, rodeado de gente que no conocía y que no hacían más que recordarme que yo no tenía a nadie. Esto ya no tiene sentido, tras unas horas deambulando por ahí, me cuesta recordar que fue lo que me hizo enfadarme tanto. Decido volver a casa, total no es más de unos minutos a un paso ligero, aunque tarde una hora entera a mi actual ritmo, no me parece nada exagerado y mirándolo bien, el tráfico está asqueroso. Comienzo a caminar mientras dejo que mi mente vague a su antojo por los paisajes de recuerdos que contiene. Conocí a K en una tarde, la invitó Ale al estadio; en aquel entonces yo estaba bastante enganchado con el tema del fútbol. Aquel día en que la vi por vez primera era agosto, más o menos mediados o finales, no lo recuerdo muy bien, el caso es que yo tenía prácticas de fútbol. Así que, como pocos” estaba bastante perjudicado a nivel económico por esos días. La lluvia vuelve a caer con mas fuerza en el barrio y me veo obligado a andar muy pegado a lo andenes con el fin de no acabar más empapado de lo que ya estoy, camino con paso errante, como caminan los que están condenados a muerte, con la cabeza gacha y los ojos perdidos. Para las doce del siguiente día volvió a sonar el timbre, le dije a Carlos que ya iba yo a abrir y el me grito, “Ve, debe ser Ale”. Llegue hasta la puerta, justo cuando iba a abrir sonó de nuevo el timbre y me asusté. Abrí la puerta y allí estaba ella. Me quedé mirándola un rato, llevaba unos jeans desgastados ajustados en los muslos, un cinturón blanco con una enorme flor como hebilla y una palabra de honor blanco de lycra que hacia juego con sus zapatos, era delgada y llevaba un lunar en su mejilla. De pronto me di cuenta de que me estaba mirando con sus enormes ojos marrones con una mueca en la cara expectante, al final me preguntó “¿Hola y K? Me costó un poco reaccionar, le dije que sí, que pasara, y le pregunté si no venía con nadie, ella me contestó que no, que venía sola. Entró haciendo repicar sus zapatos contra el suelo, estaba muy delgada, y morena. Yo la seguí hasta el salón, donde aguardaban los demás, menos K que nunca llega, Saludó a todos los asistentes. Carlos se levantó y la tomó de un brazo, “donde está K Ale” dijo mientras me señalaba con el dedo. Ella se acercó a mí, con una sonrisa pícara me dijo “Rafa ella me ha hablado mucho de ti y no sé por qué no ha venido”. De la manera mas tonta me encontré con el pulso acelerado y sin saber que decir, y hubiese sido mejor mantener la boca cerrada, porque solo acerté a decirle, “Pues ella a mi no me ha hablado nada” después de soltar aquello con una sonrisa helada en el rostro, ella se quedó mirándome y no dijo nada. Se volvió rauda hacia Carlos y le preguntó que donde estaba Andrés. En ese momento apareció en el quicio de la puerta. Solo quedaban tres sillas libres, una junto a Carlos, que por supuesto pertenecía a Ale, y otras dos más a continuación. Ale se quedó con la que quedaba más cerca de él y a mí por eliminación me toco la otra, que estaba justo al lado de un primo de Carlos con aspecto de pájaro. Tenía la mirada nerviosa y movía la cabeza de forma compulsiva. Un enorme trueno me sacó de mis cabales de pronto. Hacía mucho tiempo que no escuchaba uno de esa magnitud. Enfilo la calle, apenas me separan cien metros de casa, me paro, no se que es lo que voy a encontrar. Me detengo en la puerta, sin saber que hacer. Estoy tan nervioso. El silencio me duele y toso varias veces. Estoy lleno de lluvia. Y abro la puerta, entro hasta el cuarto, la sala normal, estoy desesperado. La puerta se abre y ante mi aparece el cuarto vacío, grito dos veces su nombre y no hay respuesta… No hay nadie, solo una nota en el suelo que escribí ayer y deje caer al pasillo que dice: “Que te jodas Rafa” Arrugo la nota y clavo las rodillas en el suelo, estoy llorando en mitad del cuarto y con la puerta abierta. Parezco un estúpido. Tengo la cara apoyada contra el mueble que huele a polvo. El pómulo me palpita como si fuera un segundo corazón. A duras penas me levanto y cierro la puerta para tratar de preservar algo de mi dignidad. Camino hacia la cama sin ver apenas, ya que me ciegan las lagrimas. Enciendo la luz y me dejo caer. Tengo frío y estoy completamente empapado, saco de mi bolsillo un lapicero; lo miro y descubro que esta sin tinta, lo arrojo al suelo para después pisarlo. La cabeza me da vueltas, me levanto para coger un cuaderno, saco otro lapicero y escribo, creo que una gaseosa no me vendría mal. Pero no tengo hielo y al parecer todos aquí tuvieron la misma idea, porque la botella esta completamente vacía. El espejo revela mi aspecto, la cara hinchada. Voy al baño y me quito la ropa mojada. Suena el celular, me apresuro a buscarlo entre la ropa, la pantalla me revela que es una llamada de Julio el hermano de Jhon. En un estúpido ataque de furia lo arrojo contra el baño y salta hecho pedazos. Tan solo un segundo después estoy intentando recomponerlo, pero es imposible está destrozado. Los días en que amo tanto a K estaban llegando a su fin, apenas habíamos cruzado tres o cuatro palabras en la mañana, lo cierto, es que yo no había despegado los labios nada mas que para engullir algún bocado, y si me preguntaban, un gesto certero acababa con cualquier intento de entablar una conversación conmigo. No suelo beber ron, Ale ni Carlos lo sabían, así que pedí que me sirvieran un poco de jugo de naranja. Me levanté de la mesa y me disculpé para ir un momento al baño, no aguantaba más. Suena la puerta. Elevo los ojos hacia el techo dejándolos casi en blanco. Y abro dispuesto a salir. Es K. “¿Que hacías Rafa? Te estaba buscando” Por toda respuesta, le agarre un brazo, ella me miraba extrañada, sin entender mi cambio, nuevamente la agarré y ella me apartó la boca. Acerqué mi cara y le dije mintiendo “Desde hace tiempo llevo deseando hacer esto” y le besé en el cuello con furia, ella por toda respuesta me clavo las uñas en la espalda y me sacudió, me dijo “Te dije que aquí no….” Me miro a los ojos donde mis pupilas me delataban y le dije “Es igual olvídalo…” y seguí besándola como si fuese la primera vez en la vida que besaba a alguien, con avidez, casi con desesperación, mi mano buscó su rostro y ella opuso resistencia. Cinco minutos más tarde regresamos y ella apenas me miraba. Al llegar a la mesa todos nos observaban con los ojos muy abiertos y una media sonrisa en los labios, pero todos se mordieron la lengua. Nos sentamos a la mesa y comenzamos a hablar. Salí a la terraza, K se irá de eso estoy seguro. La noche huele a estomago y las nubes han desaparecido aunque todo continúa mojado y al mirar al suelo parece como si hubiese dos pueblos, uno en la que viven los mortales y otra mas abajo distorsionada como si se tratase de una fantasmagórica copia destinada a seres atormentados y deformes. La espalda me duele horrores. Entro. Recojo un bolso y salgo de esa casa. Mientras espero tomo una coca cola y en cierto modo actúa como un bálsamo en mí. Al salir de nuevo, compruebo que las calles están desiertas; mientras respiro miro hacia donde esta Mauricio parado. Hay música en un equipo de sonido lejano y comienza a sonar una canción de Ricardo Arjona. Esa canción me recuerda mucho a Sara, pero la aparto de mi cabeza. “Bueno, ¿ahora donde vamos Rafa?” Me preguntó luzma mirándome en el muro. Tengo veinte y cuatro años, un balón de fútbol, la cartera llena de monedas y billetes y sufro de gastritis. Esta noche k me duele, y ese dolor se mezcla con la calle y me desaniman por completo, como un fantasma camino mientras la soledad y el tiempo me descubre y me liberan detrás del alba, bajo la grandeza de un matarratón y un olivo…
  A FIN DE CUENTAS
"Esa tarde me fui para mi casa caminando, llegué al cuarto, y seguí escribiendo un poema. Era un poema largo que se titulaba "N en junio y conmigo afuera". A los pocos días tuve que interrumpir mi poema, pues alguien me había entrado por la ventana del cuarto y me había robado la máquina de escribir. Fue un robo serio, porque para mí aquella máquina de escribir era no sólo la única pertenencia de valor que tenía en aquel cuarto, sino el objeto más preciado con el que yo podía contar. Sentarme a escribir era, y aún lo sigue siendo, algo extraordinario; yo me inspiraba (como un pianista) en el ritmo de aquellas teclas y ellas mismas me llevaban. Los párrafos se sucedían unos a otros como el oleaje del mar; una veces más intensos y otras menos; otras veces como ondas gigantescas que cubrían páginas y páginas sin llegar a un punto y aparte. Mi máquina era vieja y de hierro, pero constituía para mí un instrumento mágico que ni ella sabia." De ella lo sabia todo o casi todo, hace como un mes me enteré que su madre fue abandonada por el marido poco después del nacimiento de ella, y se vio obligada a volver a la granja de sus padres. Ella se educó en el seno de esa humilde familia campesina, en un ambiente de gran libertad y rodeada de un paisaje espectacular y hermoso. Casi no había cumplido los 13 años cuando ya yo escribía mis primeros poemas. En plena eclosión. A partir de entonces, ella en cambio fue perseguida de forma implacable. Mientras yo comenzaba a escribir.
Durante muchos años, mi objetivo principal era escapar de la soledad, estos años de exilio de la realidad elaboré casi toda su vida, la de ella, compuesta por numerosos libros, entre novelas, cuentos, poemas y obras de teatro. Luego de meses, me trasladé a Bogota. “Es navidad. Las mariamulatas derretidas en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, fastidiándolos al momento. El verano. La calle, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan. Es navidad. Mi amor ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre todo el barrio. Es navidad. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la cancha, jugando al fútbol un niño sabe que va a pasar mañana y juegan, para que no se le desprenda el cuerpo. Es navidad. N en el centro de la calle, empieza a desnudarse, y echa a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean. El verano. Yo, dentro del mi mundo, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro a la calle hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza a algún sitio. Es navidad. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a mis amigos que, molestos por mis gritos, entran y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco. Es navidad. Las paredes de mi cuarto van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y de rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo empieza también a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Solo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos. Es navidad. Al fin el calor derrite mi hambre, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aun reverbera. (…)Pero el amor no se hace en las casas, si bien es cierto que generalmente allí es donde se engendran. Se necesita tanta acumulación de odio, tantos golpes de cimitarra y redobles de bofetadas, para al fin iniciar este interminable y ascendente proceso que añoro tanto. (…)Las manos son lo mejor que indica el avance del tiempo. Las manos, que antes de los veinte años empiezan a envejecer. Las manos, que no se cansan de investigar ni darse por vencidas. Las manos, que se alzan triunfantes y luego descienden derrotadas. Las manos, que tocan las transparencias de la tierra. Que se posan tímidas y breves. Que no saben y presienten que no saben. Que indican el límite del sueño. Que planean la dimensión del futuro. Estas manos, las de ella, que conozco y sin embargo me confunden. Estas manos, que me dijeron una vez: -tienta y escapa-. Estas manos, que ya vuelven presurosas a la infancia. Estas manos, que no se cansan de abofetear a las tinieblas. Estas manos, que solamente han palpado cosas reales. Estas manos, que ya casi no puedo dominar. Estas manos, que el tiempo ha vuelto de colores. Estas manos, que marcan los límites. Que se levantan y de nuevo buscan tu sitio. Que señalan y quedan temblorosas. Que saben que hay música aun entre sus dedos. Estas manos, que ayudan ahora a sujetarse. Estas manos, que se alargan y tocan el encuentro. Estas manos, que me piden, cansadas, que ya muera. Y tú todavía pensando al borde de mi sufrimiento esculpido en tu rostro como ausente..... " OH Luna! Siempre estuviste a mi lado, alumbrándome en los momentos más terribles; desde mi infancia fuiste el misterio que velaste por mi terror, fuiste el consuelo en las noches mas desesperadas, fuiste mi propia madre, bañándome en un calor que ella tal vez nunca supo brindarme; en medio del bosque, en los lugares más tenebrosos, en el mar; allí estabas tu acompañándome; eras mi consuelo, siempre fuiste la que me orientaste en los momentos más difíciles. Mi gran diosa, mi verdadera diosa, que me has protegido de tantas calamidades; hacia ti en medio del mar; hacia ti junto a la costa; hacia ti entre las costas de mi isla desolada. Elevaba la mirada y te miraba; siempre la misma; en tu rostro veía una expresión de dolor, de amargura, de compasión hacia mí; tu hijo. Y ahora, súbitamente, luna, estallas en pedazos delante de mi cama. Ya estoy solo. Paseo por las calles que revientan, pues las cañerías ya no dan más por entre edificios que hay que esquivar, pues se nos vienen encima, por entre hoscos rostros que nos escrutan y sentencian, por entre establecimientos cerrados, mercados cerrados, cines cerrados, parques cerrados, cafeterías cerradas. Exhibiendo a veces carteles ya polvorientos, CERRADO POR REFORMAS, CERRADO POR REPARACIÓN. ¿Qué tipo de reparación? ¿Cuándo termina dicha reparación, dicha reforma? ¿Cuándo, por lo menos, empezará? Cerrado...cerrado...cerrado... todo cerrado... Llego, abro los innumerables candados, subo corriendo la improvisada escalera. Ahí está, ella, aguardándome. La descubro, retiro la lona y contemplo sus polvorientas y frías dimensiones. Le quito el polvo y vuelvo a pasarle la mano. Con pequeñas palmadas limpio su lomo, su base, sus costados. Me siento, desesperado, feliz, a su lado, frente a ella, paso las manos por su teclado, y, rápidamente, todo se pone en marcha. El ta ta, el tintineo, la música comienza, poco a poco, ya más rápido ahora, a toda velocidad. Paredes, árboles, calles, catedrales, rostros y playas, celdas, mini celdas, grandes celdas, noche estrellada, pies desnudos, pinares, nubes, centenares, miles, un millón de cotorras taburetes y una enredadera. Todo acude, todo llega, todos vienen. Los muros se ensanchan, el techo desaparece y, naturalmente, flotas, flotas, flotas arrancado, arrastrado, elevado, llevado, transportado, eternizado, salvado, en aras, y, por esa minúscula y constante cadencia, por esa música, por ese ta ta incesante.
Sólo el afán de un náufrago podría remontar este infierno que aborrezco. Crece mi furia y ante mi furia crezco y solo junto a ella podré esperar el día. en el exilio, si bien es cierto que encontré toda una serie de oportunistas, hipócritas y traficantes con el dolor de los cubanos, también encontré personas honestas y extraordinarias, muchas de las cuales me ayudaron. El profesor Rómulo Bustos me invitó a trabajar como profesor visitante en la Universidad de Cartagena. Además, tuve la oportunidad de leer a tres escritores, para mí fundamentales, de nuestra historia: Maria Mercedes Carranza, Raúl y Silva. La sabiduría de Maria me hizo sentirme otra vez junto a Lezama. Se había dado a la tarea de reconstruir la capital, palabra por palabra, y allí estaba yo en un pequeño apartamento de Bogota, escribiendo sin cesar, padeciendo toda una serie de calamidades económicas, con una enorme cantidad de libros sin publicar y habiendo tenido que costearme todo lo que había logrado publicar en Bogota. Otros escritores vivían en situaciones aún más penosas; ése era el caso de Labrado, uno de los grandes para mí; vivía y vive todavía de los servicios sociales. Tenía escritas sus memorias y no había encontrado nunca un editor. Era paradójico cómo aquellos grandes escritores que habían salido de la provincia buscando libertad, ahora se encontraban con la imposibilidad de publicar sus obras aquí. En ese caso estaba también Carlos, un novelista y cuentista de primera magnitud, viviendo también de los servicios públicos en un pequeño cuarto de un barrio pobre de Bogota; ese era el precio que había que pagar por mantener la dignidad. En realidad, al exilio no le interesaba mucho la literatura; el escritor es mirado como algo extraño, como alguien anormal. Al llegar a Bogota me reuní con personas acaudaladas, dueños de bancos y comercios, y les propuse crear una editorial para publicar a los mejores escritores de la literatura costeña, que estaban ya casi todos en el exilio. La respuesta de todos aquellos señores, todos ellos multimillonarios, fue tajante; la literatura no da dinero, a casi nadie le interesa comprar un libro, un ejemplar de Rómulo puede venderse en Bogota, pero tampoco tanto; en fin, no resultaría. «Nos interesaría tal vez publicar un libro tuyo, porque tú eres noticia», me dijeron. «Pero a esos autores nadie los va ya a comprar.» Jorge García Usta murió al año siguiente en un hospital público, absolutamente olvidado. Raúl agonizó en una calle. En cuando a Ruth, sigue escribiendo y publicándose ella misma sus libros en unas ediciones modestísimas que casi no circulan más allá del ámbito. Una vez, fui a una presentación de un libro; había una anciana sentada debajo de una mata de mango, frente a una mesita, firmando sus libros; era MARIA MERCEDES CARRANZA. Había dejado su enorme quinta en Bogota, su enorme biblioteca, todo su pasado, y ahora vivía en un modesto apartamento y firmaba a la intemperie, debajo de una mata de mango, sus propios libros que ella misma se publicaba. Al verla allí —ciega— comprendí que representaba una grandeza y un espíritu de rebeldía que tal vez ya no existía en casi ningún otro escritor, ni en el exilio. Una de las mujeres más grandes de nuestra historia, completamente confinada y olvidada; o rodeada por gente que no había leído ninguno de sus libros y que lo que buscaba era una figuración periodística momentánea bajo el fulgor de aquella anciana. Era una especie de paradoja y, a la vez, ejemplo de las circunstancias trágicas que han padecido todos los escritores, a través de todos los tiempos; éramos condenados al silencio, al ostracismo, a la censura y a la prisión; en el exilio, al desprecio y al olvido por parte de los mismos exiliados. Hay como una especie de sentido de destrucción y de envidia; en general, la inmensa mayoría no tolera la grandeza, no soporta que alguien destaque y quiere llevar a todos a la misma tabla rasa de la mediocridad general; eso es imperdonable. Lo más lamentable es que allí prácticamente todo el mundo quiere ser poeta o escritor, pero sobre todo poeta; yo quedé sorprendido cuando vi una bibliografía de los poetas de Cartagena, escrita también por otra poeta que, desde luego, no se hacía llamar poeta, sino poetisa; había más de tres mil poetas en aquella bibliografía. Ellos mismos se publicaban sus libros y se autonombraban poetas, y daban enormes tertulias a las que uno tenía que acudir porque si no quedaba como un apestado. Maria y Lorena le llamaba a aquellas poetisas «poetiesas», y tampoco No llamaba a Turbaco por su nombre sino «El Mierdal». Maria me decía siempre que yo tenía que irme inmediatamente a Cuba, a París, a España, pero me decía que allí no me quedara; ella nunca ha tenido cabida dentro de aquel contexto chato, envidioso y mercantil, pero con veinticinco años, no tenía otro sitio donde meterme. Carranza pertenecía a una tradición más refinada, más profunda, más culta; y estaba muy lejos de aquellas poetisas de moños batidos y de constantes cursilerías, donde lo que predominaba era la figuración momentánea, y quien pudiera publicar un libro en el extranjero, que alcanzara cierta resonancia, era considerado casi un traidor. Me di cuenta inmediatamente de que este no era un sitio apropiado para quedarme a vivir. Lo primero que me dijo mi tío cuando llegué fue lo siguiente: «Ahora te compras un saco, una corbata, te pelas bien corto y caminas de una manera correcta, derecha, firme; te haces además, una tarjeta que diga tu nombre y que eres escritor». Desde luego, lo que quería decirme era que tenía que convertirme en todo un hombrecito machista. La típica tradición machista ha logrado una especie de erupción verdaderamente alarmante. Yo no quise estar mucho tiempo en aquel lugar, era como estar en la caricatura del pueblo: el dime que te diré, el chanchullo, la envidia. No soportaba tampoco la chatadura de un paisaje que no tenía siquiera la belleza insular; era como una especie de fantasma de una Isla. En Turbaco el sentido práctico, la avidez por el dinero y el miedo a morirse de hambre, han sustituido a la vida y, sobre todo, al placer, a la aventura, a la irreverencia. Durante los pocos meses viví y no pude encontrar ni un poco de calma; he vivido envuelto en incesantes chismes y bretes y por lo demás, en incesantes cócteles, fiestas, invitaciones; uno era como una especie de extraño ejemplar que había que exhibir, que había que invitar, antes de que perdiese su brillo, antes de que llegase un nuevo personaje y uno fuese arrinconado. Yo no tenía paz para trabajar allí y mucho menos para escribir. También la ciudad, que no es ciudad, sino una especie de caserío disuelto, un pueblo de vaqueros donde el caballo ha sido sustituido por el automóvil, me aterraba. Yo estaba acostumbrado a una ciudad con aceras y calles; una ciudad deteriorada, pero donde uno podía caminar y reconocer su misterio, disfrutarlo a veces. Ahora estaba en un mundo plástico, carente de misterio y cuya soledad resultaba, muchas veces, más agresiva. No tardé, desde luego, en sentir nostalgias, pero mi memoria enfurecida fue más poderosa que cualquier nostalgia. Yo sabía que en aquel sitio yo no podía vivir. Desde luego diez años después de aquello, me doy cuenta de que para un desterrado no hay ningún sitio donde se pueda vivir; que no existe sitio, porque aquél donde soñamos, donde descubrimos un paisaje, leímos el primer libro, tuvimos la primera aventura amorosa, sigue siento el lugar soñado; en el exilio uno no es más que un fantasma, una sombra de alguien que nunca llega a alcanzar su completa realidad; yo no existo desde que llegué al exilio; desde entonces comencé a huir de mí mismo. El amor es ahora una N, un estruendo apagado que disfraza sus ofensas con tranquilos susurros. El amor grito que se retuerce, perturbado instrumento por el que se han deslizado todos los terrores, sobre el que han resonado todas las fanfarrias. El amor estruendosa carcajada, furia en constante acecho, luminoso estertor. Como un maricón en celo que se precipita por las calles, ronco y furioso ávido y condenado, así el amor se desangra y retuerce, golpea y se estremece en mi vida, se arquea, regresa y termina flagelándose con tu propia abstinencia, ya que la primera lagrima que derramé por ti cayó sobre los puntos de la tristeza. Pero yo seguí tejiéndote, casi sin darme cuenta de nada. ¿Me oíste? Donde quieres ir a parar. ¿Me oyes?... Abro la maleta. Destapo la caja donde está N, un poco de ceniza parda, casi azulosa. Por última vez te toco. Por última vez quiero que sientas mis manos, como estoy seguro que las sientes, tocándote. Por última vez, esto que somos, se habrá de confundir, mezclándonos uno en el otro... Ahora, adiós. A volar, a navegar. Así Que las aguas te tomen, te impulsen y te lleven de regreso... Mar acepta mi tesoro; no rechaces las cenizas de mis amigo; así como tantas veces allá abajo te rogarnos los dos, desesperados y enfurecidos, que nos trajeses a este sitio, y lo hiciste, llévatelo ahora a el a la otra orilla, deposítalo suavemente en el lugar que tanto odió, donde tanto lo jodieron, de donde salió huyendo y lejos del cual no pudo seguir viviendo.
  EL BARRIO DE LAS IGUANAS
Cada zafrada duraba 20 días, comenzaba a las cuatro de la mañana hasta la medianoche, regularmente los hombres nos amontonábamos en grupos alrededor del cañaveral bajo el mandato de Artemio Arrellano. Un día nos levantaron a las seis después del desayuno, Jairo se lavó la cara a orillas del camino, Matías y los demás se colaban por los meaderos y se empinaban en los calambucos de chicha fermentada que a diario recogíamos… Nuestra vida era por aquellos años un tumulto de gente reunida y clasificadas por paquetes, donde sobresalían los Marriaga, los Corderos, los Torres, los Cabezas, los izquierdo, los morantes, los babilonia, los Narváez, los Páez y los que nos habíamos acostumbrado a la tierra y no teníamos nombres pero diariamente olíamos a overol, a fique y a queso desintegrado, con lo poco que teníamos aprendimos a trabajar, en ningún mes nos faltó la comida como tampoco el grajo, se nos arrebataba a mediodía cuando el sol inclemente nos deshollejaba el cuero con tal dureza que alcanzaba a calcinar nuestra piel y se nos formaban unas llagas como de espanto. Los sembradíos se ubicaban en una planicie de casi cuarenta hectáreas, donde además de caña de azúcar, se cultivaba algodón, achiote y jobo, que transportábamos por bultos a una finca ubicada en el barrio el Paraíso. En algunas ocasiones las mañanas parecían durar semanas, cuando el sol al borde de las once se modificaba azotándonos con furia, a veces no aguantábamos el ardor y tocaba bebernos el sudor hasta el cansancio, era una comezón íntima e imperiosa. Los demás zafradores subían y bajaban los caminos con enormes bultos que acomodaban en lo ancho de sus espaldas, todos éramos campesinos, vivíamos en el mismo barrio, comíamos a la ligera y compartíamos las mismas mujeres, nos gustaba la cosecha, los burros y la escasa paga al final de cada jornada. Por la tarde bajo el golpeteo de las rulas y los tractores, los armadillos y las guacharacas se dejaban atrapar con más facilidad, aturdidas revoloteaban de un lado a otro hasta que entraban en fatiga y caían al suelo. Puedo decir que al menos la mitad de nosotros le debe la vida a las guacharacas, cuya carne nos alimentó por varios años. El tiempo ha pasado pero a veces pienso en la zafrada y con ella en el negro Contreras, el mas viejo y cuerdo de los jornaleros, en las visiones acumuladas de Luisito Marriaga y el hombre que a media noche veía recorrer los sembradíos arrastrando un bulto de caña por las guardarrayas de la cerca, nunca pude saber si era cierto, nunca permanecí en vilo para reafirmar la visión alrededor de la fogata, donde todos, incluyendo a Leopoldo Cabezas nos mirábamos extenuados mientras Luisito sonreía con pesadumbre y nos relataba lo sucedido. Por aquel entonces el trabajo no nos dejaba acercar al barrio, comíamos, fornicabamos y amanecíamos a la fuerza en una sola casa, abundaban en nuestras sienes los sueños y la maduración de la caña, los días iban cayendo con el espanto de nuestros rostros mientras nos deteníamos a recoger los sueldos en la acumulación infame de los enormes bultos. Encima de las pilas y los desperdicios que quedaban de la caña abríamos sacos y nos tirábamos bocabajo, daba gusto ver en la oscuridad de aquel cuarto las colillas de cigarrillos encendidas a lo largo de los graneros, parecían pequeños insectos titilando en medio de aquel arrume de hombres recios y cansados que por aquellos tiempos cortaban y molían caña bajo los inmensos tamarindos que abrazaban la delgadez de la casa.
Eugenia era la única mujer de la cuadrilla de Artemio, tenia 26 años y un busto resplandeciente y parado que veíamos de vez en cuando, cuando el sudor de las doce confusamente le empapaba el traje pegándoselo al cuerpo. Una noche mientras volvía fatigada y caliente después de un largo día de trabajo, un jornalero la tomó a sus anchas, le restregó la vida y el hambre como si chupara una caña, desde aquel encuentro todo fue absurdo para ella. Hacia la media noche regresábamos extenuados y nos sentamos en la misma mesa a espaldas de los otros, después de ese año no la volví a ver, dicen que se fue a Tierra Bomba al lado del cachaco Ruperto, otros que se casó repetidamente, yo creo que Eugenia regresó al sur, bajo la inclemencia de un aguacero, regresó a la abundancia del ñame, del ají picante, con el espíritu de la zafrada y los caminos. Al tercer día Luisito se encontró al hombre de la zafrada, pasaba delante de él a mitad del sembradío, tenía el cuerpo liso como un pez al que le han sido removidas las escamas en el silencio de la noche. Tal vez buscaba la manera de encaramarse al jobo o al menos volarse el alambre de púas que dividía las zafradas. Luisito se persignó momentáneamente y cruzó los brazos, mientras respiraba bajo la aparatosa mirada del aparecido. Alrededor de la casona el rocío de la noche aumentaba y con ella el olor nauseabundo que se escapaba por la ventana y ariscamente se dirigía en la distancia hacia el barrio.
Súbitamente deslumbrado fui conservando la sombra, la mojosidad de la tierra, el olor de la gente, el recuerdo de mi madre que aparecía nuevamente y se deslizaba entre la niebla de agosto, y me sorprendía jadeante y rígido haciéndome trabajar con más ahínco.
A veces llovía y sorbíamos el agua que bajaba a chorros de los enormes huecos que constantemente se hacían en la resequedad de la palma. Utilizábamos los potreros como meaderos y cagaderos, abríamos huecos en el suelo, a lo largo de la cerca y nos agachábamos en ellos con las manos arqueadas en la barbilla, al terminar, los bagazos de la caña nos servían para limpiarnos, aunque ardía intensamente frotarlo entre las nalgas, más tarde llenábamos de tierra los huecos y salíamos por el lado opuesto de la carretera bajo la sumisa mirada de los trabajadores de la mina, que almorzaban encaramados en las pilas de zahorras a la vista de los perros.

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