Amelia está sola, la casa inmensa por momentos le teme y piensa por ella, un enjambre de pájaros a ratos parece domesticarla, alimentando aún más las acostumbradas pisadas. En esa casa se acostumbró a su forma, a su estatura, pasillos y enseres, ahora cada vez que puedo la recorre, quizás buscando algo de ironía en los rincones como la huella dejada por un pie en el barro que se forma en las charcas de las calles viejas del vecindario. Ella reía al abrir la puerta, aunque algunas veces yo ignoraba que ese instante llegaba a mí como un recuerdo de infancia matando todo a su paso. El calor del medio día aumentaba y gastábamos el tiempo al contemplarlo entre el ruido de los carros que nos pitaban de cerca, al pie de los estancos y las avenidas nos tomábamos los primeros tragos a escondidas de mi madre, luego nos íbamos al bando. La cabalgata salió a las cuatro de la tarde, los caballos, la gracia y la bulla nos aguardaban como marionetas de circo. Y Jairo se apuraba para llegar al barrio porque cada vez le gustaban menos las fiestas y lloraba a menudo porque entre más trataba de ausentarse a muchas más personas les importaba un carajo lo que hacía y a menudo se odiaba a si mismo, porque la única fortuna que tenía por aquel entonces era la dificultad de entenderse a diario.
Bajaron los galones vacíos de la carretilla. El dueño del pozo alzó la cabeza, se había recostado desde las ocho de la mañana en la hamaca vencido por un sueño insoportable, desde la puerta de madera de aquella casa apareció repentinamente un perro flaco y tras él, un niño descalzo y en calzoncillos. El hombre se bajó de la hamaca, tomó un palo de la cerca y se lo arrojó al animal que lo logró esquivar metiéndose bajo la vieja carretilla. Jairo abrió los galones, tomó el balde y lo arrojó al pozo mientras Anita iba por el embudo al otro extremo de la alberca. En el centro del patio había un árbol de limón, más allá, en la cerca hecha de tártaras y pedazos de zinc se levantaba el baño, un pequeño retrete fabricado con retazos de bolsas plásticas y varas de caña brava unidas entre sí, era este patio como todos los patios del vecindario, con el inodoro cerca del respiradero de la poza séptica y varias piedras apiladas dando la forma del piso, Anita se llenó los bolsillos con algunos limones antes de traer el embudo, era la primera vez que entraba en aquella casa desde que años atrás encontraron a Inocencia Moscote colgando de las ramas del ciruelo con los pies rencorosamente extendidos, la lengua morada y el cuello casi partido en su extensión.
Cuando terminaron de subir los galones llenos de agua a la carretilla, una mujer enorme además de gorda que vestía falda negra y saquito blanco se acercó a nosotros en su silla de ruedas –tenía la nariz proporcionalmente abierta y abultada, los ojos pequeños y salpicados, trataban de no dejar de mirar a la niña sentada en la carretilla encima de los galones, tenía la piel despigmentada y una arruga enorme recogida en su mejilla, tal vez así podía soportar el sol inclemente del mediodía. Oí su voz en medio del apuro de la niña, vi también sus piernas hinchadas y sus chancletas pendiendo de un solo amarre, olvidé por un instante su rostro redondo y claro, los años que había pasado atada a esa silla sin apreciarse enteramente, era como si la tragedia unida al odio del mundo la aspiraran, se agarró la cintura con una decisión inesperada mientras el brillo de sus ojos terminaba por asustarnos, a medida que avanzábamos el aletear asiduo de los pájaros nos borraba la vista, cuando entraba al callejón se atoró en el barro, luego de una larga espera, se sintió capaz de incorporarse a medias, Anita la ayudo a salir.
- Menos mal que estabas tu mijita, de lo contrario me hubiese quedado atrapada, con esta enorme silla convertida en una extremidad más de mí maltratado cuerpo, dijo la mujer casi exasperada.
Anita le pasó la mano por su cabellera canosa y abundante.
- ¿Se les acabó el agua? Dijo graciosamente, en la radio anunciaron que viene la semana entrante, están arreglando por los lados de Mahates. –Ojalá sea cierto, concluyó la mujer-.
Al pisar, la niña pudo sentir el vidrio traspasándole la andalia y perforándole la planta del pie, su gemido no se tardó en oír mientras la mujer partía un limón y lo exprimía en la herida aún sangrante.
- ¡Jairo!, ¡Jairo!, ¡me corté!, ¡apúrate!
Jairo atravesó el callejón como alma que se lleva el diablo, esquivando unos sacos repletos de cachivaches, parecía un espanto. Flaco y pálido como un verdadero espanto.
Por la mañana Anita se asomó a la puerta del cuarto alegre de palparse, de sentirse viva. Un ruido de rastrillos, palas y picos alborotaba el callejón vecino donde vivía la paralítica, oyó la voz confundida de Justo Lora en medio de la algarabía, entonces la niña empinando un poco su pie izquierdo vio a Amelia calentando el arroz que había quedado de ayer y alcanzó a oír su nombre nuevamente al final del comedor mientras terminaba de enjuagarse el rostro.
Amelia desde el patio terminaba de raspar el caldero entre platos llenos de moscas, desperdicios y cucharas sucias, luego cruzó el tendal, esta vez pareció detenerse recostada en una de las barandas que sostenían la casa mientras Jairo trepado en el muro que bordeaba la paredilla miraba los alrededores del caserío como si hubiese prolongado las ansias de comer en sus entrañas.