Anselma Barreto acababa de untarle jabón al overol de su marido que seguía echando maldiciones, mientras acomodaba el brazo en la extensión de la cerca y con su pie alcanzaba un límite interminable. Tiraba una a una las ropas en los alambres y el tendal, luego bajaba la mirada, acercando el rostro al portón que daba hacia el barrio Ospina Pérez.
-Se pasó las manos por el cuerpo humedecido, se exprimió el traje y lo apretó contra el horcón que sostenía la cocina-.
En otro extremo del caserío un niño permanece parado al pie de un poste en la esquina del barrio, tal vez no sabe que desde hace rato lo observo, sin que me importe lo que piense, hace minutos recorrió las calles, mientras el viento con una respiración única me golpeaba, el niño movía una pierna desprendiéndose las manos de los resecos y delgados hombros, luego se arrastraba rompiendo su rutina, hace minutos lo vi sonreír afanosamente y el borde de su boca dejó al descubierto el color de sus dientes, al momento de cruzar el andén un perro le ladraba, sacudiendo la cola con cínica propiedad como un reloj que ha soportado atrozmente la degradada pesadilla del tiempo. Yo oculto tras la ventana suspiraba mientras el animal desaparecía en la lumbre de la noche. En su lugar, Octavio San Juan, apareció repentinamente, como si detrás de las inmensas cercas viera de vez en cuando, los ojos de Anselma –y esta atiborrada de desgracias y sumida bajo una frenética decisión, recordara –las veces en que atrapada por el alcohol y el hastío meneaba el vientre en las fiestas patronales en memoria de santa catalina de Alejandría, y la multitud desesperada por el vaivén de su cuerpo y el ron gritaba mientras el viejo Elías le golpeaba la espalda con disimulo. Entonces si eran buenos los domingos, el ruido que solíamos encontrar entre veces en las casas vecinas, la camisa sudada en el enflaquecimiento de Chucho el zurdo y la algarabía frenética de las muchachas que en las esquinas se sacudían las blusas. Por su parte Blanca luego del baile atravesó la puerta y siguió por el andén hacia la avenida, a lo lejos dos hombres protegidos por la oscuridad del vecindario metían marihuana hasta por los codos y se ocultaban tras los escombros de una vieja pared. Una a una las luces de los postes escapaban del ruido y con ellas la señora del parque, que permanecía arrinconada en forma de embudo en la parte más angosta de la banqueta, el pueblo avanzaba, desviando el sudor de aquellos cuerpos ocultos. Juan del Olmo se sentó pensativo en los bordes del andén, bajo el árbol de caucho y suspirando rígidamente alcanzó a girar la cabeza vacilante con un gesto de abandono. En algunas ocasiones se puede pensar que la vida al borde de la miseria es un hombre que se esconde de la vejez y ciega el destino con la tragedia de sus pasos, porque sobre todas las cosas estaba él obligado a esperar los cambios de un dominio inesperado y absoluto. Esta noche seguiremos empujando los sueños en los parpados inocultables de la intolerancia. Anselma llegó a su casa con las chanclas reventadas y el cuerpo atrofiado, notó que el dolor que la agredía parecía salir de su pubis atravesando los viejos robles y las anchas paderillas, muy cerca de aquellos hombres que ante la inmensidad de la puerta aguardan con ansiedad el lado oscuro de su sufrimiento.
Juan al levantarse bostezó inconteniblemente dirigiéndose a la cocina, destapó la olla casi con la misma frecuencia con que generalmente lo hacía y extrajo de su interior una bola de arroz seco que tragó con dificultad, más tarde camina hasta el patio y arrinconándose en la cerca orinó de manera salvaje, era como si todo el orín acumulado de la semana brotara de su cuerpo y en un acto de gracia bendijera la tierra, Juan se sorprendió al ver el color pálido de su Orín, se sacudió de un golpe la picha, mientras recogía en la otra mano el liquido aún caliente, esta era la tercera ocasión en que se levantaba de la cama que cada vez parecía más larga y pesada que de costumbre. Apenas ayer, después de una larga espera para afeitarse y cagar, se detuvo a mitad del pasillo, su hermana Angélica Paredes atravesó rengueando el baño, con la toalla cubriéndole de manera cínica y jocosa su enflaquecido cuerpo. El hombre abrió repentinamente la puerta del baño.
-¡Angélica!, ¡Angélica!, ¡Angélica! –llamó insistente al ver el agua esparcida en el retrete y la bacinilla, la joven con una respiración única alzó la mirada y volvió al baño, tenia su cuerpo ese aire de curiosidad y de sus muslos una gota de agua trataba de abrirse paso en medio de la ondulación de vellos que la justificaban. Era mediodía y la gente continuaba apegada a su rutina en los espacios de la avenida pastrana y el ruido degradado que hacían los pies descalzos al pisar bruscamente el andén. Por otro lado, Juan se asomó al baño recién limpio, que ahora olía a una niñez patética y suave, se inclinó en el inodoro, recogió las hojas dobladas de un periódico y apiló el montoncito en un cajón de madera que colgaba frente a él. Todo a su alrededor se establecía, en el instante en que por cosas del destino soñábamos con una claridad eterna, todo partía de una necesidad urgente de pensar, ese gracioso acto de renuncia ante el dominio de los pesares humanos.
Por la mañana volverán a pasar los mismos autos, las mismas gentes y nosotros seguiremos esperando entre la desgracia y el hambre, el vuelo distraído de un sangre toro o la libertad de una guarumera a orillas del ciruelo caído más allá de la casa, y por otra parte la voz de Plinio Jiménez recogida en los tamarindos que atravesaban el patio y se perdían en las calles polvorientas del caserío, esa voz inusual y terca como de vaca pariendo decía Felipe Contreras un poco confundido entre las mesas de guarapos y chicha de arroz fermentada.
Tanto hoy como ayer formamos parte de un sueño, una remota y profunda obsesión venida a menos desde nuestra infancia, ese camino que tantas veces recorrimos ante el mito de los años, de pronto, en este lugar me ha asaltado una inseguridad extrema, una doble añoranza de ser ignorado más allá del recuerdo, ahora mientras observo este cuarto, esta habitación llena de enseres, calzoncillos sucios y dolores de estomago, ahora que trato de buscar dentro de cada anochecer algo oculto detrás de la puerta, una pequeña sonrisa como un reflejo demasiado fácil, siento que crece en mi la obligación de sumar el cansancio que, como un insoportable relámpago matutino me cagó las entrañas obligándome a ir tras mis pisadas, dispuestas a no dejar cruzar ese abanico de manos en que se había convertido mi vida, Ya en medio de la multitud como entre una luz lejana y serena, aparecía Ante la mirada de Plinio Jiménez, Matilde Izquierdo, la bellísima mujer de la esquina y con ella las inmensas cabalgatas y los fandangos que por la noche y bajo un golpe ensimismado de gracia dejaban escuchar por momentos la algarabía de la plaza como una necesidad ostensible, liberada del sudor que se extendía a lo largo de los cuerpos, entre las luces de unas botellas que en un pequeño estante permanecían recostadas en la pared del callejón ante la mirada de las gentes indomables.